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Aros de fuego

  • Jaime Vegas
  • 13 feb 2015
  • 2 Min. de lectura

Fausto abrió los ojos como despertando de la muerte, mientras la densa y cálida luz del sol entraba por los agujeros de su cortina, bañando la habitación en repentinas iluminaciones de fuego. Le tomó un tiempo pero pudo extinguir la confusión de sus pesadillas. La realidad y los sueños se mezclaban en un melancólico recuerdo incomprensible que nunca podía distinguir. Trató de levantarse para caminar pero no contaba con el fantasma de los recuerdos. Delicadamente, pasó su mano por el lado derecho de la cama hasta que apretó con fuerza uno de los aros de fuego dibujados en las sábanas.


“¡Florencia! ¿Estás ahí?”


Fausto corrió desesperadamente hacia la cocina. EL trayecto duró interminables segundos. Parecía que no lograba salir de un laberinto formado entre los pasillos de una diminuta casa que no duraría mucho tiempo de pie. Cuando por fin llegó a la vieja cocina, Florencia estaba ahí, serena y hermosa, preparando el desayuno. Aliviado, Fausto tomó una toalla, se limpió el sudor que goteaba de su cabeza y se sentó en una de las sillas.


“A veces no puedo creer lo hermosa que eres.”


Florencia se sonrojó y al acercársele, le acarició la barbilla. Fausto no podía dejar de mirarla: el mismo y encantador vestido corto que siempre lo volvió loco, ese cabello rojizo que ardía con los recuerdos de una pasional juventud y esa silueta seductora y a la vez sofisticada. Fausto se acercó lentamente a ella y la abrazó por la espalda mientras ella lavaba una taza roja. La sorpresiva muestra de afecto hizo que Florencia dejara caer la taza, quebrándola en pedacitos. Fausto volvió a abrir los ojos.


Un relámpago viajó desde la cocina hasta la habitación envuelta en llamas, navegando el laberinto de los recuerdos y volviendo hacia los oídos de Fausto quién dio un salto hacia atrás. Miedo. Su expresión había cambiado en el eterno segundo que duró el relámpago. Florencia giró y lo miró con una tristeza desgarradora. La intensidad logró que Fausto cayera al piso, a los pies de su amada. Rompió en llanto. Tenía sangre en las manos debido a las cortadas de la taza roja. La cocina daba giros alrededor suyo pero Florencia se mantenía quieta frente a él. Trató de alcanzarla pero estaba demasiado lejos. No importaba cuanto estirara los brazos, jamás la alcanzaría. Bajó los brazos rendido y miró hacia arriba: un aro de fuego sobre él, cómo los que había en su habitación. Con lágrimas bailando en su rostro, la miró una vez más a los ojos y con la poca fuerza que le quedaba le dijo:


“Solo hace falta una vez.”


Florencia parecía elevarse del piso y antes del enceguecedor final, murmuró:


“Solo una vez.”


La luz se apoderó de la antigua casa y borró todo lo que había en ella. Fausto despertó una tercera vez, sin vida, sentado en la misma silla.




 
 
 

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